Jesús nos dejó muy claro que, de todos los mandamientos, el primero y el más importante se resume en amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo (Mc. 12, 28-34). San Agustín nos lo pone aún más simple diciendo “Ama y haz lo que quieras”. Y es que el amor en su verdadero concepto (ver 1 Co. 13) solo nos permite obrar de una manera y nunca resulta equivocada o dañina.
Pero Jesús también nos pide permanecer unidos (Jn. 15, 5-10). Esto quiere decir unidos entre si y unidos a Él (1 Co, 1-10). Uno puede hacer un gran esfuerzo en amar al prójimo, pero esto último lo olvidamos con frecuencia. Solo podemos “conmovernos” por el dolor del otro, preocuparnos de su cansancio, de sus sufrimientos y de sus carencias si entendemos lo que supone permanecer unidos. Entonces Amar al prójimo también significa comprender el dolor del otro y de cierta manera hacerlo mío hasta que ese dolor no sea más dolor.
Cuantas veces hacemos lo contrario, con nuestros actos, con nuestras palabras, hasta con nuestras miradas, tomando posiciones hostiles y contribuyendo a acrecentar el sufrimiento sin darnos cuenta. No vemos, no sentimos, no nos importa. Nos desentendemos del prójimo al que se nos encargó amar como primer mandamiento. Me pregunto si verdaderamente estamos vivos o, mejor dicho, si estamos “despiertos” y vivimos observando el mundo con detenimiento.
Cuanta diferencia habría en el mundo si todos pudiéramos rezar por los sufrimientos del otro, cuantas oraciones habría que Dios no dejaría de responder. Somos como Caín que cuando Dios le pregunta por su hermano Abel, responde “no lo sé, ¿acaso soy el guardián de mi hermano?” (Gen. 4, 9). La indiferencia total. Amarnos significa que somos responsables, guardianes y protectores de nuestros hermanos. Somos hijos de un mismo Padre y debemos permanecer unidos al resguardo de su amor.
Cuanta gente padeciendo enfermedades, actos de violencia, muertes, suicidios, niños perdidos, vidas destruidas, etc., estas penas deberían tener un gran peso en nuestros corazones porque cada herida infligida en cada ser humano es una herida a la familia de Dios, nuestra familia porque no pertenecemos más que a una. Deberíamos querer curar estas heridas no como personas independientes distintas y separadas, sino como si fuéramos un solo cuerpo frente a Dios. No hace falta que te mudes a una zona de guerra para querer cambiar el mundo, hace falta que despiertes y te preocupes por el otro, por el que está a tu lado. El amor de Dios siempre te mostrará caminos para ponerte al servicio de determinadas causas.
En algún lado leí que aquella persona que sufre necesita de tu abrazo y no precisamente del tuyo, sino del de Dios, por ello todos deberíamos ofrecer ese abrazo de consuelo y comprensión siempre. Hace falta amor en el mundo, quizás este hecho pueda ayudarte incluso a darle un sentido a tu vida y tu puedas llevar ese amor, ser ese amor. Estarías haciendo lo que Jesús hacía, acercar a Dios a los que sufren.
La empatía debe ser una virtud que practiquemos todos los días, ponernos en el lugar del otro, comprender lo que necesita de nosotros. Cuan simple puede ser observar un poco a nuestro prójimo y extenderle el abrazo que necesita, el abrazo de Dios en nosotros.
Lorena Moscoso
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