Hace un par de meses hablando con una amiga sobre el problema de un amigo en común ella hacía la siguiente reflexión: “Pobre de aquel que no tenga una Cruz”. En el momento no le presté mucha atención, pero durante esos meses la frase quedó anclada en mí.
Hace mucho que entiendo que Dios permite dificultades en nuestras vidas porque es la manera en la que nos volcamos a El y nos transformamos. Sin las dificultades en nuestras vidas no veríamos la realidad de Dios; seriamos seres inmaduros. A pesar de las dificultades de la vida, he podido siempre saber que Dios estaba en mi camino permanentemente, como una roca y parecía que las dificultades no eran tan grandes. Pero entonces, mientras oraba y seguía pensando sobre aquella frase, empezaba a dudar si realmente existía una cruz en mi vida y que sería la fuente de mi transformación y madurez, o quizás aún estaba por presentarse y me angustiaba que se presentara como una prueba muy dura, quizás la enfermedad de mis hijos, algo profundamente doloroso, a veces pensaba que realmente no quería ninguna Cruz.
Hoy, viernes, tocaban los misterios dolorosos y mientras los meditaba pude ver de alguna manera que en mi vida existieron y existen eventos que tienen el mal sabor que te dejan estos misterios: Primer Misterio la Oración en el Huerto (El dolor de la traición y del abandono), Segundo Misterio la Flagelación (las heridas), Tercer Misterio La Corona de Espinas (la burla al coronarlo), Cuarto Misterio El Camino al Calvario (la cruz a cuestas, las caídas); y Quinto Misterio Crucifixión y Muerte (El dolor y el silencio).
Con los tres primeros misterios pude ver mi Cruz. Todos sentimos el dolor de la traición en algún momento de nuestras vidas, entendemos el abandono, sabemos lo que es la soledad, porque al final del día estamos solos con el peso de nuestros problemas y el silencio. También arrastramos las heridas que nos recuerdan la traición.
Sin embargo, en los dos siguientes misterios pude ver algo diferente: de qué manera Cristo llevaba su Cruz, sabiendo que era voluntad del Padre, se animó a orar en el Getsemaní: “Padre, si es posible aleja de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc. 22, 42) Cristo entendió la voluntad del Padre… y se hizo dócil. Quiso que la mano de su Padre llevara su vida y se hizo manso como el agua y le permitió obrar. Dócilmente, aceptó la burla con la que lo coronaban como Rey de los Judíos, cargó su Cruz como debía hacerlo lo que implicaba un esfuerzo descomunal pues a esas alturas ya llevaba el cuerpo destruido. Al caer, pudo encontrarse con los rostros de personas que lo ayudaron, en primera instancia: su Madre, María, quien en el camino lo sostenía con la mirada, para que no cayera, para que su voluntad no se quebrara. También estuvieron los que le dieron agua, lo levantaron, estas personas ponían rostros en mi camino de aquellos amigos que estuvieron presentes en mis momentos de crisis, aquellos que me escucharon. Jesús se dejó hacer… y Dios pudo obrar en El.
Finalmente, el Quinto Misterio, el desenlace del camino de la Cruz: la muerte.
¿Pero qué quiere Dios con la muerte tras este camino? Tras la Cruz irremediablemente esta la muerte, pero también la resurrección, el renacer como hombres nuevos y transformados. La luz que nos quiere mostrar este Quinto Misterio es ese renacer. La muerte es la muerte a la que Cristo nos llama y de la que se habla en la parábola de la semilla de trigo: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn. 12, 24)
Cristo entiende nuestros problemas, pasó por todos. Es mejor llevar nuestras cruces junto a El porque será más leve el camino. Es bueno mirarlo de tanto en tanto como si fuéramos niños sostenidos de su mano, contarle cuánto sufrimos. También es bueno observar con el corazón y con humildad de qué manera este Hombre Dios llevo su dolor: con docilidad, pues si nos enfrentamos agresivamente con nuestros problemas no podremos transformarnos. Si la historia hubiera sido diferente y Cristo no entregaba su vida a la voluntad del Padre, no hubiera sido posible la resurrección ni la redención lo que quiere decir que sin el Perdón que Cristo nos ganó con su muerte, no sería posible una nueva humanidad, la vida eterna, y, en definitiva, el alcanzar a Dios.
Somos barro en las manos del alfarero y el alfarero es Dios…
Lorena Moscoso
www.luzeltrigal.com
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